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Rigel

El Boliche del Chino

Rescato este texto, escrito hace algunos años, como homenaje al Chino, del que he sabido recientemente que murió. Su boliche siempre estará presente en mi recuerdo.




Para despedirlo, las chicas de la Comisión fueron con él al boliche del Chino, en Pompeya. En realidad, ellas habían pensado en llevarlo a algún espectáculo de tango “for export”, pero él había preguntado con tanta insistencia por ese lugar, cuya pista le habían dado en Madrid, que decidieron ayudarle a encontrarlo. Felizmente, resultó que una amiga de Alicia había oído decir a unos conocidos que habían estado allí, y les consiguió la dirección: hacia el 3.500 de Beazley, justo detrás del Hospital Aeronáutico.

La primera impresión que Carlos sintió al traspasar la destartalada cristalera del boliche fue que también los hombres son a veces capaces de robarle al tiempo sus conquistas. Porque allí parecía que el tiempo se hubiese detenido muchos años atrás, enredado entre las manchas de humedad del techo, atrapado en la pátina gris y opaca de los vasos, o en las grietas renegridas de los manteles de hule, o en las desconchaduras de las paredes, que no habían conocido pintura desde los tiempos de Cadícamo. El presente eran solo unas flores de color violeta, colocadas en un jarrón junto a un retrato de mujer, las empanadas recién hechas que les sirvieron y los mohínes de Alicia mientras limpiaba el borde de su vaso con una servilleta de papel, antes de inspeccionar cuidadosamente los cubiertos. Todo lo demás, incluso la soda, que venía en botellas con camisa de zinc, era pasado, y también el olor de la carne, que habían visto dorándose en el patio pero que no llegó nunca a su mesa, porque el embeleso ante tanto vestigio de otros tiempos les hizo olvidarse de pedirla: cuando cayeron en la cuenta y llamaron al mozo para que tomara el encargo, del asado ya solo quedaba el olor persistente, prisionero también, como el tiempo, de las sonrisas de papel que Gardel repartía desde cada una de las paredes del boliche.

El Chino repasaba las cuentas, amontonando los pesos en una caja de cartón, quizá para jugárselos la mañana siguiente y perderlos por una cabeza. Debe ser jugador o mujeriego, pensó Carlos, o quizá las dos cosas, porque dicen que lleva más de cincuenta años regentando el boliche, que se le llena cada viernes, y todavía está de alquiler. Cantó solo tres tangos, con su voz desgarrada, y dio luego paso al resto del elenco. Seguramente no serían los mismos que están anunciados en el descolorido rótulo pintado a mano en la pared del fondo —«Peña “Los Amigos”. Todos los viernes de 10 a 10. Actúa el elenco de la casa»—, pero podrían perfectamente serlo, sobre todo aquella viejita que le hizo saltar las lágrimas cuando se preguntó qué pena le había quebrado la voz a Malena, acaso porque le recordó que él también llevaba en el recuerdo algún romance de los que solo nombra cuando se pone triste con el alcohol.

Alguien del grupo le dijo al Chino que les sirviera una botella de vino para agasajar a un español que estaba de despedida. El Chino se acercó a Carlos y le largó un discurso sobre lo buena gente que eran los gallegos, que terminó con la pregunta clásica: ¿Y, de qué parte de España venís?.
—Sacristán sí que es un tío piola —le dijo el Chino al saber que vivía en Madrid— Siempre que viene pasa por aquí. Cuando lo veás, decile que su amigo Jorge le manda recuerdos.

Carlos asintió, pensando que no era exactamente una falsedad comprometerse, en la muy remota posibilidad de que alguna vez coincidiera con José Sacristán, a darle recuerdos del Chino. No le gustaba mentir, pero lo hacía a menudo para quedar bien, aunque solía buscar algún subterfugio para tranquilizarse un poco la conciencia, así que se dijo que podía ir algún día a ver “El Hombre de la Mancha” y cumplir el encargo. Al fin y al cabo, pensó, la mayoría de la gente hace lo mismo, se parapeta detrás de mentiras corteses en vez de contestar por derecho: «mire usted, yo soy un pobre funcionario que no tiene el más mínimo roce con la gente de la farándula, así que me temo que a su amigo José Sacristán no lo voy a ver en la vida, como no sea en la tele, aunque si alguna vez coincidiera con él me vendrá bien recordar que es amigo suyo, para tener un tema de conversación».

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